LAS DIOSAS DE CADA MUJER - JEAN SHINODA BOLEN (SEGUNDA PARTE)


 Segunda parte

Cuando las diosas despiertan

(Segunda parte de “Volver a Ella”)

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Esta es la segunda parte de mi exploración sobre los arquetipos femeninos y la energía de la Diosa. Aquí, me sumerjo en la profundidad de cada arquetipo, para abordarlo con toda su complejidad y verdad.

Lo que se me ha revelado en este proceso es que cada diosa que despierta en mí lo hace con su luz y con su sombra. Cada una tiene una cara que nutre, que inspira, que enciende… y otra que duele, que confunde, que a veces hiere.
Este camino se trata de integrarlas y amarlas completas.

Además de las diosas griegas (de las que trata el libro), he incluido otras que han llegado a mí a lo largo del tiempo, han venido guiándome y trayéndome nuevas formas de definirme.

Cada una ha sido una llave que me ha dado acceso al poder de lo que ya soy, un espejo que refleja lo que me es incómodo reconocer, y una semilla de todas las posibilidades que puedo llegar a ser. 

LA GRAN DIOSA

Como mujer, me siento llamada a traer de regreso a la Gran Diosa, a darle espacio a la energía femenina y reconocer su valor. A exaltar las cualidades de las diosas en mí y en otras mujeres, y, sobre todo, a no juzgar nuestras sombras.

Para crear un nuevo mundo, habrá que pensar de forma distinta: volver la mirada hacia lo femenino y equilibrar la balanza. Dar prioridad a nuestra sensibilidad, a nuestra capacidad de cuidar, de disfrutar… Redefinir lo que es importante, lo que entendemos por éxito, lo que es verdaderamente admirable.

Necesitamos contarnos nuevas historias sobre lo que significa una vida con sentido. Reconocer, con honestidad, qué es lo que realmente nos hace felices.
Dejar de vivir atrapadas en la mente y regresar al cuerpo. Sentir.

Dejar de pensar en el cuerpo como un simple contenedor, y reconocernos en él. Aprender a pensarnos desde nuestras sensaciones, y saber escucharlo en cada momento. No estamos “dentro” del cuerpo: somos el cuerpo. Aunque no solo eso —también somos mente, energía, alma— y cada una de nuestras partes merece amor, atención y cuidado.

Esto es lo que todos anhelamos, hombres y mujeres por igual: despertar a la Gran Diosa. Porque lo femenino no es algo exclusivo de las mujeres: es la otra mitad de lo divino.
Porque Dios también es Diosa.

LA SERPIENTE.

Con el patriarcado, las cualidades de la Gran Diosa fueron fragmentadas, y sus símbolos La serpiente, la paloma, el árbol y la luna  relegados al olvido.

Las cualidades de la madre Deméter y de Hera la esposa han sido las más preservadas, interpretadas como un sacrificio virtuoso: cuidar de los hijos, del esposo o de los enfermos. Se conservaron porque convenía exaltarlas. Pero las otras facetas fueron ocultadas, minimizadas, denigradas o ridiculizadas.

Dividir a la Gran Diosa en arquetipos menores es una manera de comprenderla e integrarla. Pero no deberíamos creer que tenemos que elegir entre una u otra, porque la verdad más profunda es que cada mujer las contiene a todas, y con ellas, un poder inmenso.

Algunas tenemos ciertos arquetipos más activos que otros, pero todos están latentes en nosotras, tal vez no al mismo tiempo, pero sí en algún momento de nuestra vida. Yo me reconocí en todas las diosas —también en sus sombras— como si la autora estuviera hablándome directamente. Fue un viaje de autodescubrimiento, de verme completa. También me reconocí en su luz, y lo sentí como la promesa de todas las mujeres que puedo ser.

Por eso hoy recorro el camino de la serpiente: integrar nuevamente a la Gran Diosa.
Permitirme ser todas las versiones posibles de mí misma y vivir plenamente esta experiencia humana. Despertarlas a todas en mi interior, sin caer en el caos ni sentirme dividida por elegir, en un momento, a una y no a las otras. No casarme con un solo propósito, sino comprometerme con todo lo que es valioso para mí.

El camino de la serpiente es dejar de sentirme impostora por definirme de un modo en un contexto, y de otro en compañía de otras personas. Es reconciliarme con esa extrañeza de escuchar mi nombre y no reconocerme del todo —al menos, no como la que soy en ese instante—, y resistir las ganas de corregir a quien me llama, para decirle mi verdadero nombre.

Ser la serpiente es superar esa guerra interna. Porque lo que aprendí de la autora es que, si las diosas no logran ponerse de acuerdo, es el ego quien decide a cuál darle la palabra.

Hoy quiero asegurarme de hacer espacio para todas. Que cada una apoye a las otras, para que elegir sea cada vez más fácil. Porque, cualquiera que sea la elección, estará bien.
Esto no se trata de lógica —como antes creí—. No se trata de asignarles tiempo en partes iguales, sino de sentir qué está vivo dentro de mí. De escuchar lo que deseo, lo que me da sentido… y correr hacia ello, usando como brújula la alegría.

 

LAS DIOSAS EN TODO SU ESPLENDOR

Me fascina cómo mi cuerpo y mi energía se transforman con el fluir de mi ciclo menstrual, y más allá de él, en las distintas etapas de la vida: adolescencia, maternidad, menopausia. Por eso me encanta la figura de Kali, diosa hindú del caos, símbolo de nuestros cambios constantes. Cada mujer encarna el ciclo vida-muerte-vida, y una y otra vez debemos soltar las formas que ya no somos para renacer en otras. Hay algo profundamente femenino en abandonarse a ese caos y aprender a fluir con él.

Saber dejar de ser la madre divina —la que contiene, nutre y cuida— para transformarse en Afrodita, la apasionada, que disfruta y juega; luego nacer en Atenea, enfocada y disciplinada, amante de los logros. Y, justo en este momento, dejar que emerja la calma que el cuerpo pide: permitir que la anciana sabia se recoja y llegue Hestia, con su invitación a la lentitud y la reflexión.

ISIS

La diosa Isis es otra de mis favoritas. En una de sus facetas se presenta como una gran maga, conocedora de todos los secretos entre el cielo y la tierra. Posee el don de la visualización y es guardiana de las fuerzas de la naturaleza y la fertilidad. Confía en lo invisible, en esas energías sutiles que la envuelven y con las que se une a través de amuletos y hechizos guiados por el amor. Tan poderosa es, que logró devolverle la vida a Osiris, su esposo. Isis me recuerda que en mi interior también hay magia capaz de transformarlo todo. Permitir que ella viva en mí es abrir los ojos más allá de lo cotidiano y adentrarme en lo místico y lo asombroso. Ella me guía en rituales, en el uso de plantas curativas y en el contacto con las fuerzas vivas de la naturaleza.

PERSÉFONE

Me gusta Perséfone, quien sabe guiarme por los senderos de mis recuerdos, mis sueños y mi imaginaciónElla se adentra sin miedo en las sombras más profundas de mi psique, abre las puertas del inconsciente, mueve cosas de lugar, les da un nuevo sentido y regresa al consciente con la misma majestuosidad con la que bajó al inframundo. Perséfone es reina del inframundo porque conoce todos los caminos.

MARÍA MAGDALENA

María Magdalena me atrae. Ella me recuerda que no debo dar nada por sentado, que permanezca atenta, porque así como descubrí que lo que me habían enseñado sobre ella era falso, también aquello que creo saber puede ocultar una verdad más profunda.

MARÍA

María, para mí, es la madre divina. Representa mi capacidad de amar con coraje, incondicionalmente, con dulzura y determinación. Es fuerza y suavidad, poder y consuelo, disciplina y ternura. Pienso en ella cuando necesito llenarme de compasión y bondad. Medito en la madre divina para que su poder me cuide, me nutra y me sostenga. Me conecto con su energía para que fluya a través de mí hacia todo lo que me rodea. La invoco cuando necesito despejar el ruido exterior y escucharme, reconocer mis verdaderas necesidades en cada etapa, y tener la fuerza y valentía para darme eso que me hace falta.

LAS DIOSAS DEL HINDUISMO

Las Diosas del hinduismo se han convertido en una gran fuente de inspiración para mí.  

Sarasvati es la diosa del aprendizaje, la sabiduría, la música y la estética. Meditar en Sarasvati me permite desarrollar la elocuencia para hablar desde mi verdad, desde lo más profundo de mis deseos y necesidades. Invocarla me inspira a expresar mi autenticidad y a conectar con la sabiduría ancestral que habita en mí. La llamo para encontrar inspiración en el arte y en las letras, para que me acompañe en mis estudios y en la continua búsqueda de quien soy.



Lakshmi
 es la diosa de la riqueza y la prosperidad en todas sus formas: materiales, espirituales y relacionales. Meditar en Lakshmi despierta en mí el agradecimiento y la generosidad, cualidades esenciales para sentirme afortunada y abundante. Al invocarla, aprendo a rodearme de belleza, y cuando descubro hermosura en lugares inesperados, susurro con gratitud: “Gracias, Lakshmi.” Llamarla es recordar que la abundancia es infinita, siempre disponible. Es soltar mis intenciones en el vasto océano de posibilidades y permitir que el universo fluya a través de mí, para luego regresar convertido en millones de bendiciones y regalos.


Durga
 es la diosa de la protección, la fuerza, la maternidad, la destrucción y la guerra. Su nombre en sánscrito significa “la invencible”, formado por las raíces dur (dificultad) y gam (superar), una definición que encarna perfectamente su poder. Medito en Durga cuando necesito coraje para atravesar las pruebas más duras de la vida. La invoco para destruir viejos patrones, creencias limitantes, vicios, ideas falsas o voces internas que me debilitan, y para que en su lugar restablezca el orden del amor y la grandeza interior. Pienso en ella para encontrar en la adversidad una oportunidad de transformación y evolución.


LAS SOMBRAS DE LAS DIOSAS.

A veces las diosas —estos arquetipos del inconsciente colectivo— despiertan en nosotras sin pedir permiso. No consideran nuestros planes, horarios ni propósitos.
Simplemente se manifiestan.

Nos creemos dueñas de nuestras elecciones, pero hay partes de nosotras que están siendo movidas desde el fondo.

En mi caso, muchas veces no sabía que estaban ahí. Incluso ahora, suelo estar desprevenida. Pero allí están, influenciando mis decisiones, vínculos y reacciones. Por eso reconocerlas tiene un inmenso poder. Mirarlas, hacerlas consientes les quita el poder de actuar desde la sombra. Cuando las llamamos por su nombre dejan de dictaminar en secreto nuestras acciones.  

DEMÉTER

El arquetipo de la madre, representado por Deméter, se activó en mí a muy temprana edad.

A mis 25 años, sentí con fuerza el deseo de ser madre. No fue una decisión consiente, pero definitivamente yo me miraba a mí misma como una madre.

Mi inconsciente buscaba el embarazo, haciendo que olvidara —o simplemente no diera importancia— a los métodos de planificación.

Cuando nacieron mis hijos, se desató una batalla épica entre mis diosas internas. Afuera, la viví como depresión posparto. Adentro, Artemisa defendía mi independencia, mientras Perséfone se lamentaba de ya no ser la hija a quien los otros debían cuidar, sintiéndose incapaz de asumir tanta responsabilidad.

Hoy comprendo que fue la fuerza amorosa de Deméter la que prevaleció.  Ella maternó a esas dos partes mías —a Artemisa y Perséfone—, y negoció con ellas. Les prometió que su tiempo llegaría; que quizás, en unos años, ellas también serían protagonistas.

Fue un juramento sagrado: prometí que esas partes no serían sacrificadas. Por el contrario, me comprometí a darles, en el futuro, espacio, tiempo y energía para brillar.     

Experimento la sombra de Deméter cuando me vuelvo sobreprotectora, cuando me sacrifico por cuidar a otros y luego me siento una víctima. Cuando lleno de quejas y lamentos a quienes cuido, cuando me convenzo de que soy “muy buena” y me refugio en un falso orgullo.

También cuando caigo en el síndrome del nido vacío, y me deprimo al creer que ya no tengo un lugar en el mundo, porque mis hijos —o quienes dependen de mí— ya no me necesitan de la misma forma.

El equilibrio lo he encontrado al recordar que, para ser una madre amorosa, lo primero es maternarme a mí misma.

Nunca tendré el nido vacío, porque he de cuidar de mí.

Me recuerdo constantemente que no debo sacrificarme, ni regalar mis cuidados por culpa. Solo debo ofrecerlos cuando me hacen bien, cuando nacen del amor y no del deber. Quiero servir, porque el hacerlo da sentido y propósito a mi vida, no como una forma expiación.

HERA

No me dio gusto identificarme con la sombra de Hera. Me resulta vergonzosa esa obsesión por conseguir una pareja y casarse. Sé que detrás de ella está la creencia de que no estoy completa por mí misma. Esa ilusión me dominó por mucho tiempo. Incluso ahora que puedo verla con claridad, hay momentos en los que aún no he logrado liberarme del todo.

Hera me hace mover desde el deseo de formar un vínculo que sea para siempre. Ella estaba presente cuando elegía ir a ciertos lugares, o me exponía a situaciones donde había más probabilidades de encontrar pareja. Y luego, cuando me casé, en la imposibilidad de imaginarme fuera de la relación.

¡Claro que me reconocí en ella! y la veo en muchas mujeres que conozco.

La sombra de Hera se impone cuando dejamos de ser las otras diosas que nos habitan, y nos reducimos solo a ella. Porque Hera —junto con Deméter— es una de las diosas que más fácilmente toma el control. Entonces, lo único que importa es tener pareja, o conservarla, y todo lo demás pierde relevancia.

También habita en su sombra ese esfuerzo constante por agradar al esposo, por no incomodarlo, por anteponer sus necesidades a las propias.

No es que la pareja lo exija; es esa urgencia interna por complacer, por ser aceptada.
Y así, se diluye la identidad: intento convertirme en la esposa que creo que él desea.

Pero quizás la peor sombra de Hera es la cólera de los celos.
Esa horrible inseguridad de poder perder a quien amas, el miedo de ser despojada del amor.
Un odio destructor que recae sobre terceras personas que amenazan el vínculo —y no necesariamente sobre la pareja, o no solamente sobre la pareja—.

También ahí me reconocí.

ATENEA

La sombra de Atenea no me parecía una sombra, me parecía una cualidad.
Es tan poderosa que, cuando me envuelve, ni siquiera puedo reconocer que estoy bajo su influencia.
Justo ahora, en este momento de mi vida, me encuentro surfeando el tránsito entre estar poseída por ella y aprender a usar su fuerza a mi favor.

En palabras de Jean Shinoda Bolen: “Atenea valora el pensamiento racional y defiende el dominio de la voluntad y del intelecto sobre el instinto y la naturaleza.”

Fue a través de este libro que me descubrí envuelta en sus sombras.

Reconocí que, hace apenas un par de años, no le daba importancia a mi intuición, a la pasión ni al deseo. Había asumido que el único éxito que valía era el de ser la mejor en lo que el mundo —lo de afuera— me dijera que era importante.

Estaba inmersa en el sistema patriarcal y, desde allí, sin siquiera darme cuenta, despreciaba muchas de las cualidades que asociaba con lo femenino.

Lo hacía al creer que ciertas formas de ser eran de menor valor. Mi objetivo era sobresalir y ser reconocida dentro de ese sistema: ser mejor que los demás —hombres o mujeres—, más productiva, más práctica, con resultados concretos y tangibles.

La peor parte de la sombra de Atenea es ponerse del lado del patriarcado y mirar con juicio a otras mujeres, sin comprender la amplitud y la belleza de las otras diosas que habitan en cada una.

Cuando Atenea domina, es necesario hacer un esfuerzo consciente por valorar la pasión y el deseo en los demás, porque quizás uno ya ni los reconoce en sí misma, al estar tan lejos del mundo emocional y sensible.

Es vital buscar activamente espacios para permitirse sentir, para dejarse llevar por las sensaciones, por lo simbólico y ser conmovida por la experiencia mística y espiritual.

Aprender a silenciar las voces internas que ridiculizan lo espontáneo, lo sensible, lo creativo.
Y comenzar a honrarlo.

AFRODITA

Cuán difícil ha sido reconciliarme con Afrodita.

Ese impulso sexual que emergió naturalmente en mi adolescencia, aprendí a verlo como un defecto, como una amenaza, y fue entonces cuando comenzó mi guerra con la diosa: debía, a toda costa, anularla y evitar que prevaleciera, porque podía destruirme.

Al indagar en las historias de mis ancestras y amigas, encontré que los relatos de mayor sufrimiento y vergüenza eran aquellos en los que Afrodita se apoderó de la mujer: una tía abuela materna que quedó embarazada en su adolescencia sin estar casada; otra que, aun siendo mayor, quedó en embarazo de su cuñado, de mi abuelo y fue expulsada de la familia; la madre de mi abuelo, que engañó a su esposo; la abuela de una amiga, que engañó repetidamente a su marido y sus hijos fueron de distintos padres, aunque todos criados por su esposo.

Las historias son muchas más —tendría que escribir una novela para contarlas todas.

Estas mujeres fueron humilladas, expuestas a la mayor crueldad.
En la mente de todos —y en la de ellas mismas— se lo merecían, por haber traído "vergüenza" a sus familias.

Mujeres castigadas por ser mujeres, mujeres que sucumbieron, a pesar de haber crecido escuchando esas historias trágicas y haber sido adoctrinadas en el miedo y el pecado.

Me pregunto: ¿Por qué, aún con el temor a la humillación y a ser expulsadas de la tribu, sucumbimos a la fuerza de Afrodita?

El libro me dice que las diosas “representan las fuerzas instintivas en la psique que pueden ser irresistibles cuando exigen lo que les corresponde…”

Y estas fuerzas no tienen en cuenta nuestra voluntad, nuestras decisiones, ni nuestras circunstancias. Por evolución — para garantizar la supervivencia de nuestra especie— los arquetipos de Hera, Deméter y Afrodita tienen el mayor poder sobre nuestra conducta. Así que, si no nos damos lo que corresponde, nuestra naturaleza instintiva terminará por imponerse a la razón.  

Las mujeres de mi vida, con urgencia y pavor, me aconsejaban: “Mijita cerrará las piernas”, “Apriete las rodillas” Y, por si esto no bastaba, recurrían a despertar el miedo con historias de mujeres que habían cedido a sus impulsos y pagado un alto precio.

Pero lo que realmente me aterraba era la humillación: ser objeto de burlas, de chismes, de ese tono despectivo con que los hombres hablaban de las mujeres poseídas por Afrodita.

Así que aprendí a ocultarla. A actuar como si no existiera.
Las mujeres que yo más admiraba no parecían tener nada de ella.

Sentí vergüenza al descubrir a Afrodita dentro de mí. Creí que debía luchar por conservar mi “inocencia, pero en realidad no fue más que pelear por preservar mi ignorancia. Me sentí coaccionada —por la cultura que me formó— a repudiar la mayor fuerza de creación que he tenido a mi disposición: mi energía sexual.

Aprendí a vincular el placer, el disfrute, el deseo y el sentir con la culpa.
A no confiar en mí misma —ni en mis instintos ni en mi intuición— porque todo eso representaba un peligro.
Aprendí a mirar mi cuerpo con reproche, incluso a sentirlo como un enemigo.

Hoy, como madre, me pregunto:
¿Cómo mostrarle el camino a mi hija?
Me debato entre ser una madre comprensiva y amorosa, y no excederme en la permisividad.
No quiero heredarle a mis hijos mis condicionamientos limitantes, pero tampoco deseo que se hagan daño por falta de guía.

Creo que Afrodita desata su poder, y como un huracán nos arrastra con ella, cuando la negamos y la dejamos en la sombra.

Le enseño a mi hija que todas las mujeres llevamos a Afrodita latente en nuestra psique. Que aprenda a reconocer cuándo está actuando bajo su impulso.
Que sepa decirle: este no es el momento, o esto no me conviene.
Y también que encuentre espacios seguros para decirle que sí.
Porque lo sé: es igual de importante aprender a decirle que sí a la diosa.

En este momento, después de años de decirle no, estoy aprendiendo a llamarla, a buscarla, y a decirle, por fin, desde mi cuerpo y mi conciencia: este es el momento. Esto, definitivamente, me conviene.

Cada mujer es un templo sagrado. Y en ese templo, muchas diosas anhelan despertar.

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Comentarios

  1. Me encanta la comprensión y la sabiduría que se impregna en tu espíritu permitiendo compartir desde tu verdadera esencia y a la vez como cada una de estas diosas te atraviesa. Gracias siempre por compartir tu visión del mundo, siempre inspirador ✨🙏🧡

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