CUANDO DIOS ERA MUJER-MERLIN STONE


 Cuando Dios era mujer.

Me encantó que este libro llegara a mí. Quedé absorta en sus páginas y sentí que no solo las leía, sino que sus palabras me atravesaban el alma, como si fueran decodificando algo que ya estaba dentro de mí desde siempre. Sentí un “clic”, como cuando una pieza perdida encuentra al fin su lugar y la armonía se revela.

Descubrí en él una historia que nunca me habían contado, y que tampoco conocían las mujeres con quienes lo compartí. Una historia antigua, documentada, respaldada por hallazgos arqueológicos que han permanecido demasiado tiempo en silencio. Una historia borrada, una historia escondida.

Y fue como abrir una grieta en el muro: de pronto, detrás de lo que siempre creí inamovible, apareció otra posibilidad, otro relato sobre lo sagrado, lo humano y lo femenino.

Si amas la historia y deseas asomarte a realidades que fueron negadas, este libro también te cautivará. Porque más que un texto, es un recordatorio de que existe otra memoria esperando ser recuperada.

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Arinna - Diosa solar
Soy la luz que revela la verdad en tu interior,
la llama solar que te recuerda tu origen divino.

                                                                          El patriarcado

¿El patriarcado limitó los sueños y la vida de tu abuela?
¿El patriarcado limitó los sueños y la vida de tu madre?
¿El patriarcado limitó los sueños y la vida de tu abuelo, de tu padre?
¿Crees que el patriarcado ha limitado tus sueños y tu vida?
¿Sabes si, incluso ahora, sigue limitándote… y de qué manera lo hace?

En estos dos años de viaje hacia mi feminidad —leyendo, investigando, explorando mi mente, mis emociones, mis sentidos y mi espíritu— he ido comprendiendo que lo que llamo “yo” no es más que una red de creencias heredadas y traumas adquiridos. Muchas de esas creencias útiles para convivir en sociedad, sí, pero no por eso elegidas. Son verdades transmitidas de generación en generación: lo que es “natural” para una mujer, lo que puede o no puede hacer, lo que la define.

Agradezco haberme cruzado con personas que viven fuera de esas estructuras, que rompen moldes con su forma de hablar, de vestirse, de actuar… con su ser genuino. Ellos me recuerdan cuán condicionada estoy, me muestran que la peor cárcel no es la de barrotes, sino la invisible: la que no sabemos que habitamos.

Así opera el patriarcado. No solo en las leyes o en las instituciones, sino en lo íntimo: en mis pensamientos, en mi manera de mirar el mundo, en los deseos que creo míos… y que descubro, con el tiempo, que fueron sembrados en mi psique.

He temido, a veces, que al deshacerme de todo eso no quede nada de lo que pensé que era mi esencia. Pero quizás ahí está la respuesta: en el vacío, en la nada. En atreverme a no ser… para poder ser de nuevo.

Aut Set - Isis
Soy la maga que une cielo y tierra:
en mí habita el poder de sanar y renacer.

Historias inocentes

Pensaba que aquellas historias que escuchaba inocentemente en mi infancia y que, con la mirada adulta, solía dar por desestimadas, como simples cuentos de niños, ya no podían lastimarme.

La historia de la primera mujer, Eva, creada a partir de un hombre y con el único propósito de hacerle compañía.
La de un Dios padre que corrige y castiga.
La de que la mujer más admirada y virtuosa del mundo es aquella que pudo concebir sin sexo.

Son muchas. Y no quisiera abrir controversia, aunque para escribir sobre este tema debo darme el permiso de provocarla, si lo que deseo es crear algo genuino.
Porque esas historias influyeron profundamente en mis definiciones de lo bueno y lo malo, de lo natural y lo antinatural.

Es imposible no cuestionar los efectos decisivos que los mitos que acompañan a las religiones que adoran a deidades masculinas ejercían sobre mi propia imagen de lo que significaba haber nacido mujer.”
—Merlin Stone

En realidad, estas historias son las que, de formas que aún no comprendo del todo, siguen dando forma a lo que considero posible y verdadero en mi mente, y por lo tanto también en mi vida.

Lo primero es entender que, aunque ahora sea capaz de reconocer y cuestionar muchas de las ideas patriarcales que no deseo seguir replicando, hay mucho más en el subsuelo, en lo subrepticio, que continúa condicionando mi existencia.

Creencias que me enferman, me desvalorizan, que impiden que me libere de las pegajosas capas de mi ego.
Y que no permiten que mi ser auténtico brille, transforme mi vida en libertad, y se exprese en lo que realmente me hace sentido: entregar mis dones al mundo de la manera en que genuinamente amo, sin atentar contra mi bienestar, ni traicionar mis principios y valores.

Cuando el patriarcado no existía

Este majestuoso libro me sorprendió desde el inicio. Fue escrito en los años setenta, y aún me asombra que lo que revela no se haya expandido como pólvora por el mundo.

Al leerlo descubrí algo que jamás me habían contado: que existió una civilización libre del patriarcado. Y me estremecí al comprender, que mi ignorancia no era casual, sino enseñada. Había creído que, desde los primeros tiempos —desde Adán y Eva—, el patriarcado existía como una forma inevitable de organización, como si nunca hubiera habido nada más.

Y es que cada vez que buscaba referencias en la historia —en las religiones del Libro, en el hinduismo, en la antigua Roma o en la Grecia clásica— siempre encontraba lo mismo: sociedades gobernadas por dioses masculinos, jerarquías rígidas y supremacía de lo patriarcal.

Pero este libro me abrió los ojos: la Grecia clásica, que tantas veces se nos presenta como el origen de nuestra civilización, llegó mucho después. Antes de ella ya existían ciudades, escritura y culturas florecientes. Cuando el Antiguo Testamento habla del “principio de los tiempos”, en realidad solo se remonta al 2000 a. C. Y Abraham, el gran patriarca de esas religiones, vivió hacia el 1800 o 1500 a. C.

Entonces, ¿qué pasaba antes de todo eso? Había una parte de la historia de la que no sabía absolutamente nada.

Yo había llegado a creer que el patriarcado era la consecuencia natural del progreso humano: que había reemplazado a las sociedades cazadoras y recolectoras como un paso lógico de la evolución. Pero no. La evidencia arqueológica muestra que existieron ciudades y pueblos enteros, altamente civilizados, que se organizaron de maneras que no encajan en el patriarcado.

Y esa revelación me dejó en silencio, como si de pronto se abriera una grieta hacia otra dimensión. Porque si alguna vez existió otra forma de mundo, entonces también puede volver a existir.

La Gran Diosa. 
Yo soy la que fue, la que es y la que será: la vida que palpita en todo lo creado.

La Gran Diosa

En los registros más antiguos de la humanidad no aparece un dios barbudo ni un trono en las alturas. Lo que encontramos son figuras pequeñas: cuerpos de mujer con senos plenos, vientres redondos y caderas generosas. Datan de alrededor del 25.000 a. C., estas figurillas eran símbolos de la certeza de que lo divino latía en el cuerpo femenino.

En aquellas sociedades paleolíticas, nadie relacionaba aún la gestación con el acto sexual. La mujer era un misterio capaz de traer vida por sí misma, y ese misterio la situaba en el centro de todo. Con la revolución agrícola fueron ellas quienes aprendieron a cultivar y cosechar, transformando la tierra en alimento. La descendencia se establecía por la línea materna, y tener hijas era visto como bendición.

Así conquistaron poder y prestigio económico y social” (Stone).

Siglos más tarde, con la invención del arado y la comprensión del papel masculino en la reproducción, el hombre comenzó a ganar relevancia. Su fuerza física lo hizo imprescindible en el campo, y poco a poco el equilibrio se inclinó hacia él. Pero esto no significó la desaparición inmediata de la Diosa ni de sus ritos.

Durante milenios siguió siendo adorada, reverenciada bajo distintos nombres que cruzaban fronteras y lenguas: Ishtar, Inana, Astarté, Athar, Au Set. Las similitudes en ritos y nombres hacen evidente que era la misma divinidad multiplicada, siempre acompañada de sus símbolos: la serpiente, la paloma, la vaca, la doble hélice.

La autora lo deja claro: el patriarcado no fue un paso natural de la evolución, sino una imposición. Lo que antes fue reverencia terminó convertido en persecución.

Y me pregunto: ¿qué habría significado para nosotras crecer en un mundo donde lo divino llevaba rostro de mujer? ¿Cómo serían hoy nuestras ideas, nuestros sueños, nuestra relación con el cuerpo, si hubiésemos heredado esa memoria intacta?

A veces me cuesta imaginarlo. Vivir sin estar programada con tantas ideas distorsionadas sobre lo que significa ser mujer, o sobre lo que “debe” ser un hombre.

Pero sé que esa memoria existió, que fue desenterrada y evidenciada, aunque quienes la estudiaron carecían de los conceptos para comprenderla. Y, de la misma manera, muchas de las revelaciones de este libro todavía me resultan extrañas, difíciles de asimilar.

Porque todo lo que he aprendido hasta ahora permea esta nueva historia. Y aun así, la certeza me atraviesa: hubo un tiempo en que la vida giraba en torno a la Diosa, y recordarlo es, quizás, la semilla para imaginar otro futuro.

Hator
Soy la fuerza amorosa que ilumina la vida
y despierta el gozo en tu corazón.

La llegada del Dios supremo

Entre el 2400 y el 2000 a. C., desde las estepas del norte comenzaron a descender hombres extraños., invasores del norte —conocidos como indoeuropeos, indoarios o simplemente arios—. Eran más altos, de piel clara, y avanzaban en oleadas que alcanzaron tanto el Mediterráneo como la India. De ellos no se sabe mucho: no dominaban la escritura, ni dejaron grandes construcciones o ciudades. No se sabe qué los impulso a la invasión.  Lo que sabemos de ellos viene de los pueblos que sometieron, y esos relatos coinciden en algo: se creían superiores.

Traían consigo una nueva forma de ver el mundo: la idea de un Dios único y supremo, que se alzaba por encima de todas las demás deidades. Con ese Dios venía también la noción de una clase dominante —que, por supuesto, eran ellos mismos—, dueños del poder y del derecho a regir sobre los demás.

Vivían en constante conflicto, no solo con los pueblos del sur a quienes invadían, sino también entre ellos. De su cultura surgieron conceptos que aún nos marcan: la división tajante entre el bien y el mal, la noción de castas y jerarquías sociales, la asociación de poder con pureza de sangre. En la India dieron origen al sistema de castas; en otros territorios se proclamaron como brahmanes, levitas o sacerdotes de élite, adjudicándose la autoridad espiritual y política.

De ellos nació también una idea que ha sobrevivido hasta hoy: que la claridad de la piel es sinónimo de superioridad. Que la luz representa lo elevado y lo divino, mientras que la oscuridad debe ser sometida o temida.

No llegaron como una cultura más para convivir. Llegaron como una ruptura. Y con ellos comenzó a gestarse la sustitución de los relatos de la Diosa por la imposición de un Dios supremo que reclamaba obediencia absoluta.

Inanna. 
Yo soy el descenso y el renacer: en mí mueres y vuelves a nacer más sabia

La caída de la Diosa

Con la llegada de los invasores comenzó el declive de las religiones femeninas. Al principio, las deidades coexistieron: la Diosa seguía siendo invocada junto a los nuevos dioses. Pero a medida que las antiguas tradiciones se resistían a desaparecer, se volvió necesario erradicarla. Su figura fue despojada poco a poco de poder, tergiversada, convertida en sombra de lo que había sido.

Las libertades de las mujeres eran una amenaza para el nuevo orden. Su autonomía sexual y los ritos sagrados del templo impedían imponer la descendencia patrilineal. Para asegurar la herencia, los hombres necesitaban control sobre el cuerpo de la mujer. Y así, lo que había sido reverencia se transformó en posesión.

Los conquistadores no solo usaron la fuerza; también necesitaron convencer a los hombres de aquellas tierras de que ellos eran superiores y que, para conservar esa superioridad, las mujeres debían limitarse a un solo hombre, mientras que los hombres podían tener varias mujeres. Aunque podría parecer un trato atractivo para ellos, no lo fue tanto; y mucho más doloroso para las mujeres, que debían ceder su soberanía.

Pero para instaurar el patriarcado, y con él el linaje masculino, no había otro camino que el sometimiento de la mujer y la extinción de los ritos sexuales que celebraban la unión con lo divino.

La mitología comenzó a contar esta transformación en forma de batalla: un joven héroe rebelde que derrota heroicamente a la antigua deidad femenina y, como recompensa, recibe el lugar más alto en la jerarquía divina. Ella, la Gran Diosa, aparecía convertida en serpiente o en dragón, asociada ahora a la oscuridad, al caos, al mal.

Así lo narran los mitos:

Baal contra la serpiente Lotan.

Marduk contra la Diosa Tiamat.

Zeus contra Tifón.

Hércules contra Ladón.

Yahvé contra el Leviatán.

Indra contra Danu y los demonios serpiente.

Cada historia repetía el mismo guion: la Diosa debía ser vencida para que naciera el poder del Dios supremo.

La religión femenina fue degradada hasta lo más bajo. Su culto sobrevivió por siglos, en secreto, en rincones de resistencia, hasta que en los primeros quinientos años de nuestra era fue finalmente perseguido, aplastado, olvidado.

Convertida en serpiente, en demonio, en dragón, la Diosa fue derrotada en los mitos. Pero no en la tierra. Ella sigue habitando en lo profundo, en las semillas, en la savia, en el recuerdo que se niega a morir. Su memoria sagrada permanece, esperando a ser despertada.

La Luna

La herencia olvidada de la Diosa

Recuerdo haber escuchado en un pódcast de Lewis Howes con Wednesday Martin que, en los países donde una mujer ha sido elegida presidenta o primera ministra, la percepción de lo femenino cambia profundamente. Las mujeres comienzan a verse de otra manera: sus horizontes se ensanchan, lo que antes parecía imposible se vuelve alcanzable.

Entonces me pregunto: ¿cómo sería una sociedad donde no fuera un hombre, sino la Gran Diosa, la suprema creadora de todo lo existente, la gran sabia dadora de la civilización, la justa administradora de la verdad? Imagino que las mujeres que crecieron bajo su mirada debieron tener un concepto mucho más alto de sí mismas que el que hemos heredado nosotras bajo el patriarcado.

Aunque la mayoría de los registros escritos de la antigüedad se fechan después del 2000 a. C., cuando los arios ya habían incursionado en estas tierras, aun en esas tablillas se conserva un eco de otro tiempo.

Un tiempo en el que las mujeres podían ejercer cargos como juezas y magistradas, dirigían oficios religiosos y ocupaban la máxima jerarquía como suma sacerdotisas. Podían poseer propiedades, transmitir derechos de madre a hija, divorciarse y pagar una compensación al marido. También eran comerciantes, presentes en los mercados, sosteniendo la vida económica.

En algunas comunidades se practicaba la poliandria: una mujer podía tener varios esposos. Las amazonas no fueron un mito: fueron mujeres guerreras y dominantes que habitaron Libia, Anatolia, Bulgaria, Grecia, Armenia y Rusia, dejando huella en la memoria de pueblos enteros.

Las madres solteras eran parte natural de la sociedad; ni siquiera existía un término que las señalara como “diferentes”. Y en Esparta, las mujeres entrenaban en gimnasios, peleaban desnudas junto a los hombres y además tenían el derecho de embarazarse del hombre más fuerte o del más bello que eligieran.

Estos son solo algunos destellos de lo que fue posible para la mujer cuando la Diosa estaba en el centro. Historias que hoy parecen extraordinarias porque hemos olvidado que alguna vez fueron realidad.

El árbol 

      ¿Y por qué no se sabía de Ella?

Así como en la historia del cristianismo se libraron guerras para extinguir otras creencias, lo mismo ocurrió con el patriarcado y las antiguas religiones de la Diosa. No solo se combatieron los templos y rituales, también se buscó borrar sus huellas. Montañas de tablillas fueron destruidas, templos incendiados, cantos olvidados. Y lo poco que sobrevivió lo hizo en materiales frágiles, difíciles de conservar, que se desmoronaban con el paso de los siglos.

Quizás por eso hoy nos parece tan ajeno: porque lo que no se conserva ni se nombra termina pareciendo irreal, aunque alguna vez haya sido el corazón de la vida cotidiana durante milenios.

Los hallazgos arqueológicos tampoco escaparon a los prejuicios de quienes los interpretaron. Se escribía “Dios” con mayúscula, pero no “Diosa”. Se describía a la divinidad femenina sexualmente activa como “indecente” o “vergonzosamente inmoral”, mientras que los dioses masculinos que violaban o seducían a mujeres eran retratados como “traviesos” o incluso “viriles”. La mirada patriarcal reescribía la historia con cada palabra.

Así, los sesgos ideológicos y morales impidieron comprender, lo evidente se volvió invisible: el predominio de la religión de la Diosa durante siglos. Y aún hoy, en nuestro tiempo, seguimos sin alcanzar a comprender del todo la estructura teológica y social de aquellas culturas. La evidencia está ahí, pero falta la mirada limpia para descifrarla.

La explícita naturaleza sexual de la Diosa, unida a su divinidad sagrada, confundió tanto a un investigador que llegó a definirla como la virgen ramera.” —Merlin Stone

¿Cómo explicar lo que no sabemos que no sabemos? Así ocurrió, por ejemplo, con el mal uso del término “prostituta sagrada” para describir a las qadesh o quadishtu: mujeres de distintas edades y condiciones que, dentro del templo, vivían la sexualidad como un puente hacia lo divino.

Incluso el papel de la suma sacerdotisa resulta difícil de asimilar desde nuestras creencias actuales. Ella no era célibe ni dependía de un esposo permanente. Elegía cada año a sus consortes y amantes, y conservaba para sí misma el rango supremo. Y el hombre que se unía a ella no podía después acostarse con ninguna otra mujer, por temor a transferirle los poderes sagrados de la divinidad.

Mucho de lo que estuvo siempre a la vista fue desestimado… y lo sigue siendo todavía. Yo misma había dudado de la existencia de las amazonas, creyendo que eran solo un mito. Hasta que entendí que esa duda no era mía: me la habían enseñado.

Astarté
Yo soy el fuego del deseo y la fuerza de la vida que nunca se apaga.

Dos templos, dos verdades

Recuerdo haber visto en películas la historia de Moisés y, por fin, ahora la observo con otros ojos: la escena en la que baja del monte con las tablillas y encuentra a los israelitas danzando en torno a un becerro de oro. Un becerro que, mirado con atención, se parece más a una vaca. Entonces comprendí: no era un simple ídolo de oro, era el eco de la Diosa que aún latía en su memoria.

Para los hebreos levitas no fue fácil instaurar el culto a Yahvé (o Jehová), porque el culto a la Diosa era el de sus ancestros, una tradición que habían practicado por siglos. Así que, aunque siguieran a Moisés en la diáspora, en lo profundo continuaban fieles a esa herencia milenaria.

Cuando el pueblo hebreo llegó a la llamada tierra prometida, no la encontró deshabitada: allí había ciudades establecidas, con sus pueblos y templos. La Biblia misma registra las guerras que libraron para apropiarse de ese territorio y la destrucción de los lugares sagrados dedicados a la Diosa y a su hijo/hermano amante. En esas conquistas se daba muerte a los varones, pero, por mandato divino, los hebreos tenían derecho a desposarse con las mujeres sobrevivientes. Así fue como muchas continuaron transmitiendo las costumbres de su fe.

Existen numerosos pasajes en la Biblia que narran cómo, una y otra vez, debían destruir templos a otras deidades; cómo hombres y mujeres seguían practicando las tradiciones sexuales y celebrando sus fiestas y rituales. Me sorprendió descubrir que el propio rey Salomón levantó dos templos: uno a Yahvé y otro a la Diosa y a su consorte. También el profeta Ezequiel relató la destrucción de una gran serpiente de bronce, conservada durante siglos en el templo de Jerusalén.

El libro que inspiró estas reflexiones recopila con detalle esos pasajes y deja ver algo asombroso: incluso en tiempos de Cristo, coexistían en el mismo pueblo dos tradiciones, la de Yahvé y la de la Diosa.

Fueron las mujeres quienes sostuvieron esa memoria, quienes mantuvieron encendido el fuego sagrado. Gracias a ellas, y pese a todos los intentos por sofocarlo, el culto a la Diosa sobrevivió hasta el año 500 d. C., cuando se registra la destrucción de su último templo.

Es evidente que la antigua reverencia hacia la deidad femenina no cesó sin más, sino que su desaparición fue un proceso gradual, inicialmente propiciado por los invasores indoeuropeos, más tarde por los hebreos y, por último, por cristianos y mahometanos.” —Merlin Stone

La historia puede borrar nombres, templos y ritos… pero no puede apagar la memoria que late en la sangre de las mujeres. Allí, donde se guardan las canciones que nadie pudo escribir, la Diosa sigue danzando.

Cuando el placer era sagrado

El culto a la Ancestra Divina se extendía por Sumeria, Babilonia, Anatolia, Grecia, Cartago, Sicilia, Chipre, Canaán, Egipto.... En todo este vasto territorio se celebraban las tradiciones sagradas de la religión femenina, donde el sexo era concebido como sagrado y bendito. La Diosa lo había entregado a la humanidad, como también dio la agricultura, la escritura, la sanación, la música, y todo lo demás.

Se atribuye a Hator haber enseñado a la humanidad cómo procrear.” (Stone, p. 356)

Mujeres y hombres eran libres de casarse, tener hijos y, aun así, unirse en amor sagrado dentro de los recintos de la Diosa. Incluso en tiempos bíblicos —y mucho antes de ellos— era común que muchas mujeres vivieran en los complejos sagrados. Allí podían ser formadas en el arte de la sexualidad. Eran conocidas como mujeres sagradas o inmaculadas. El término acadio quadishtu significa, literalmente, “mujeres santificadas”.

Fue siglos más tarde cuando los estudiosos empezaron a llamarlas “prostitutas sagradas”. Pero esa palabra distorsiona por completo el sentido original. En ese tiempo ni siquiera existía el concepto de prostitución, porque no formaba parte de su realidad.

El uso de la palabra ‘prostituta’ no solo niega la santidad de lo que se consideraba sagrado… lleva al lector a una tergiversación de las creencias religiosas y la estructura social de la época.” (Stone, p. 270)

Las tradiciones que honraban a la Diosa eran festivas, alegres, sensuales. Tal vez por eso fue tan difícil abandonarlas cuando fueron denunciadas como perversas y depravadas: porque estaban vinculadas a la libertad del cuerpo y a la despreocupación por la paternidad, uno de los pilares del patriarcado.

No resultaba atractivo cambiar esa alegría, ese vínculo con lo divino a través del gozo y el placer, por un nuevo concepto de “moralidad” que exigía represión, sacrificio y abstinencia. Allí donde antes el deseo era oración, comenzó a predicarse que la renuncia era el camino hacia lo sagrado.

Pondré fin a su gozo, a sus fiestas, a sus lunas nuevas, a sus sabbats y a todos sus festivales solemnes.” (Biblia, Oseas 2:11)

Kathleen Kenyon, exdirectora de la Escuela Británica de Arqueología en Jerusalén, lo resume así:

Las denuncias de los profetas bastan para demostrar que el yahvismo tuvo que luchar sin tregua con la antigua religión del lugar.” (Stone, p. 281)

Hubo un tiempo en que el placer fue oración y el deseo un camino hacia lo divino. Que esa memoria nos devuelva la certeza de que el gozo también es sagrado.

Soy la voz indómita de tu sombra

Lilith: de sacerdotisa a demonio

El nombre de Lilith aparece en la mitología hebrea como la primera esposa de Adán, creada a su misma altura. Según el relato, ella abandonó el paraíso al negarse a someterse a él, y por ese acto fue convertida en un demonio alado, capaz de engendrar otros demonios.

Más tarde, en la cábala judía, se transformó en símbolo de seducción, lujuria y rebeldía contra el orden divino: la encarnación del mal cósmico.

Pero su origen es mucho más antiguo. En un fragmento sumerio ya se la nombra como una joven doncella, la “mano de Inanna”. El libro recoge el pasaje:
“Lilith fue enviada por Inanna para reunir a los hombres en la calle y llevarlos al templo.”

La autora sugiere que los posteriores relatos hebreos sobre Lilith podrían entenderse como una reacción contra esa Lilith primera, la vinculada a las tradiciones sexuales del culto a la Diosa.

Lo que el patriarcado convirtió en demonio fue, en su origen, sacerdotisa y guardiana de lo sagrado.

Lilith sigue recordándonos que negarse a someterse también es un acto divino.

La serpiente
Soy la guardiana del saber oculto.

El conocimiento fue llamado pecado

El relato de Eva ha marcado, para mí y para muchas mujeres, nuestra autoconcepción. Fue el fundamento que justificó limitar la expresión y el aprendizaje femenino. Es la historia de la mujer tentada, la culpable, la que arrastró a toda la humanidad hacia la caída. Una y otra vez nos contaron que nuestra condición femenina nos hace vulnerables a la oscuridad.

Siempre me pareció un relato extraño y discriminatorio; podía sentir que había algo mal en él. Quizá tú también creciste escuchando estas historias… quizá también sentiste que algo en ellas no encajaba. Hoy, por fin, puedo comprender cada símbolo de esta historia.

La fe femenina era una estructura teológica rica y compleja, poblada de símbolos: serpientes, árboles frutales sagrados y mujeres sexualmente tentadoras.

La serpiente, en múltiples culturas, fue emblema de sabiduría, profecía, conocimiento místico, magia, interpretación de sueños y oráculos. Las mujeres vinculadas a la Diosa en este aspecto eran llamadas Pitias o Pitonisas, hijas de la serpiente pitón. En los santuarios oraculares, las sacerdotisas ofrecían consejos —en especial sobre asuntos vitales para la ciudad—. No era simple adivinación: se creía que estaban en contacto directo con lo divino.

En estos templos se han hallado restos de canastos y recipientes donde se guardaban serpientes vivas. ¿Y si la serpiente no fue solo un símbolo? ¿Y si fue también un instrumento para acceder a la revelación divina? Algunos estudiosos sugieren que las sacerdotisas practicaban una inoculación controlada del veneno, entrando en estados de conciencia expandida que les permitían recibir visiones y, preparadas con el conocimiento adecuado, otorgaban claridad a quien la solicitaba.

En otras culturas también se encuentran huellas de estas prácticas. Entre tribus del suroeste de Norteamérica, existía un ritual en el que se recibía la picadura de una serpiente y, si la persona sobrevivía, adquiría “una gran sabiduría y comprensión de los secretos del universo y del sentido de las cosas”.

¿Y si el relato de Eva, la serpiente y la manzana fue creado para despojar a la mujer de su papel como mentora, sabia consejera y canal de la voluntad divina? Quizás ese conocimiento era celosamente custodiado por las sacerdotisas, inaccesible para los hombres. Y, al no poder dominarlo, no tuvieron otra salida que acusarlas de la caída de la humanidad, para que las sacerdotisas oráculo fueran puestas en duda, ignoradas, repudiadas y odiadas.

¿Si la “tentación” no era otra cosa que la sabiduría femenina, guardada en secreto, inaccesible para los hombres?

La serpiente no tentaba: iluminaba.

Fue el miedo a su poder lo que convirtió a la consejera en culpable y al conocimiento en pecado.

¿Aún vamos a temerle a las serpientes? Tal vez el verdadero veneno no está en ellas, sino en el miedo que nos enseñaron a sentir. Mejor pregúntate si no será que tiemblas porque ella custodia el secreto que aún no te atreves a reclamar. Escúchala bien: no silba para asustarte, sino para recordarte el poder que intentaron arrebatarte.

Quizás la pregunta correcta no es qué temes… sino a quién le conviene que tengas miedo.


Ritual de la memoria ancestral divina

Cuando cerré las páginas de este libro, no podía quedarme quieta. Algo dentro de mí se había encendido y pedía ser compartido. Así nació un encuentro de mujeres: preparé un altar con flores, velas y agua; elegí música que sonara como un eco antiguo; diseñé meditaciones y actividades para recordarla a Ella, la Gran Diosa, y devolverle un lugar en nuestros corazones. Como si, al invocarla juntas, pudiéramos encender una llama que nunca debió apagarse.

Crecí entre dogmas y silencios, respirando creencias que dictaban cómo debía ser una mujer, cómo debía ser un hombre, qué placer era permitido y cuál era prohibido. Durante mucho tiempo pensé que liberarme de ese peso era imposible, porque estaba tejido en cada fibra de mi historia familiar, en la voz de mis antepasados, en la culpa heredada por incontables generaciones. Pero este libro me reveló algo distinto: hubo un tiempo en que la historia fue otra, una en la que el cuerpo, la sexualidad y la divinidad no eran pecado sino celebración.

Comprenderlo abrió una puerta que ya no quiero cerrar. Ahora camino con la intención de despertar los arquetipos femeninos que nos arrebataron. La qadesh, mujer sagrada para quien el placer era vínculo con lo divino. La suma sacerdotisa, soberana de sí misma, dueña de su cuerpo, su poder y de sus decisiones. La amazona, que nunca pidió permiso para ser fuerte ni redujo su feminidad a símbolos impuestos. Lilith, la que nos invita a la práctica de los antiguos rituales para buscar en los rincones incómodos de la conciencia lo que aún no sabemos que no sabemos.

¿Cómo empezar? Decidí hackear mi propio sistema de creencias: pronunciar “Diosa” en lugar de “Dios”, aunque al inicio me incomodara, aunque sonara como un sacrilegio. Puse imágenes de Ella en mi casa, adopté sus símbolos en pequeños rituales cotidianos, y descubrí que esos gestos simples estaban moviendo montañas dentro de mí. Noté cambios grandes y también sutiles, todos buenos. No sé qué más pueda despertar, pero confío: la marea me empuja en esta dirección, y sé que es para mi más alto bien.

Hoy quiero invitarte a morder juntas la manzana. No como pecado, sino como llave. A mirar con nuevos ojos lo que parecía prohibido. A despertar la memoria que late en ti, en mí y en todas. A abrir el universo de posibilidades que ya duerme en nuestra memoria ancestral, en nuestro cuerpo, en el ADN, en la conciencia que nos trasciende. No partimos de cero: esa sabiduría sigue viva en el inconsciente colectivo, aguardando a que tengamos el valor de despertarla.

Si nos arrebataron la Diosa afuera, quizá es momento de recuperarla adentro, en nuestras palabras, en nuestras elecciones cotidianas.

Que este escrito sea apenas un inicio. Que cada palabra despierte en ti la semilla de lo que ya eres: mujer sabia, mujer libre, mujer sagrada.

Morder la manzana hoy no es caer: es despertar. La Diosa sigue esperando en nosotras, lista para volver a ser nombrada, vivida y celebrada.

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Comentarios

  1. Hola. Gracias. Recuperando mi Diosa dormida despertandola para que se muestre.

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  2. La sabiduría oculta en el oráculo de las Diosas, esa formacion que nos teje el ADN. Este acto qué haces querida Elia, de conoartinos tus aprendizajes y experiencias a través de los portales que son los libros, sin duda es un acto de servicio ✨
    Gracias por conprtair tu conocimiento ✨🧡

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  3. Hermoso escrito, misterio y liberación

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