DE QUÉ TE ARREPENTIRÁS ANTES DE MORIR.-BRONNIE WARE

 De qué te arrepentirás antes de morir.

En este libro encontré algo así como un manual sin instrucciones acerca de cómo vivir.

La autora nos relata su propia historia: la de una mujer que decidió salirse de los márgenes que la sociedad nos impone, y se atrevió a elegir por sí misma su salud, sus relaciones, su sustento, su hogar…

Nos muestra las dificultades a las que esta decisión la enfrentó, pero también la belleza que brota de un corazón que ha decidido ser libre.

Dedicó muchos años de su vida a cuidar enfermos terminales. Lo hizo con una entrega tan profunda que su vida se entrelazó con las enseñanzas que quienes estaban por morir le dejaban como legado.

Es un testimonio invaluable, porque cuando el final se acerca, una lucidez extraordinaria habita en quienes están por partir. Entonces pueden reflexionar acerca de su vida sin mentirse a sí mismos.
Leerla me hizo sentir que conocer los arrepentimientos de otros puede ser una bendición: nos permite ajustar el rumbo antes de que sea demasiado tarde, antes de repetir esas mismas historias.

Espacios en nuestro hogar

Memento mori

Recordar, a cada instante, que voy a morir —y más aún, saber que estoy muriendo— ha sido uno de los mayores regalos de mi vida.
No sé en qué momento comenzó esta práctica ni qué la despertó, pero sí sé que fue el inicio de mi aprendizaje más profundo: vivir de verdad.

A veces medito en el instante exacto en que moriré. Me coloco en esa escena imaginaria donde todo se detiene, donde ya no hay tiempo.
Entonces, los “problemas” se disuelven, las prioridades se ordenan, y aparece la pregunta esencial: ¿hacia dónde quiero caminar?

Sin embargo, en los últimos días, esta meditación me ha llevado a un lugar inesperado.
He sentido una tristeza inmensa. He llorado pensando en mi propia muerte y en la de quienes amo.
Por eso decidí escribir: para mirar de frente lo que se ha movido dentro de mí, sin huir.

Tal vez de eso se trate: De mirar de frente lo que duele, hasta que la muerte deje de ser un final, y se vuelva un espejo.

Creí, ingenuamente, que no temía a morir. Que estaba reconciliada con esa verdad: en el mismo instante en que nacemos, comenzamos a morir.
Pensé que incluso podría aceptar la muerte de mis seres amados con serenidad.
Pero este diálogo con la muerte tiene raíces más hondas. Comenzó el día en que asesinaron a mi padre. Es un tema sobre el cual no creí que, a estas alturas de mi vida, necesitaría volver a reflexionar.

Y ahora entiendo que hay heridas que no mueren, solo duermen… hasta que la vida vuelve a tocarlas en partes de mí que antes no existían.

Tal vez por eso, cuando la muerte me habló por primera vez, no me pidió respuestas: me pidió verdad.

Fragmento de mural. Recuerdo de un día de SPA 
Lamento 1: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida fiel a mí misma, no la que otros esperaban de mí.

Morir sin miedo = vivir sin miedo

Tras la muerte de mi padre comenzaron a surgir en mi mente pensamientos sobre morir. No deseaba terminar con mi vida, pero pensaba que si, por alguna razón, muriera de repente —como él—, eso estaría bien.
Esa historia que crecía dentro de mí se sostenía sobre una creencia muy antigua: que esta vida es un valle de lágrimas. Entonces, la muerte no era una mala opción; era, más bien, una puerta de salida de una existencia abrumadora, dolorosa y sin sentido.

Otro pensamiento que tejía esa historia era el absurdo de la existencia misma: ¿para qué vivir, si con la muerte todo termina? En algún momento, todo lo que eres y haces se borra, y el mundo seguirá sin ti.

Aun cuando la vida parecía ir bien —me casé, tuve hijos, no había sufrimiento evidente—, esa sensación seguía allí, muy al fondo. De repente aparecía, susurrando: “morir me vendría bien”.

Y me sentía culpable por pensarlo, porque dejar solos a quienes amo en “este valle de lágrimas” me parecía un acto cruel. Lo pensaba como si pudiera elegir el día de mi muerte, como si supiera que moriría joven.

Circulos de mujeres

Para asimilar la muerte de mi padre, elaboré este relato acerca de morir: pensar que él estaba en “un lugar mejor” me daba consuelo. Aunque sintiera que nos había abandonado, creía que algún día yo también me liberaría de esta vida.

Lo que ahora sé es que lo que en realidad deseaba no era morir, sino dejar atrás esa forma de vivir: las identidades que adopté para pertenecer, los personajes que interpreté para ser amada, las lealtades y dogmas que cargué sin cuestionar. Y esto es una revelación trascendental.

Lo que me pesaba no era la vida, sino la certeza incuestionable de tener que mantener una versión de mí misma que ya no me representaba. Tener que vivir una vida predecible.

Y es que había cargado con la dolorosa sensación de que nada de lo que hiciera era suficiente, y me reventaba haciendo más y más, pues creí que así, algún día me sentiría completa y satisfecha, pero ese día nunca llegaba.

Caminando hacia mi interior, en profundas meditaciones llegué a la decisión de rechazar esta pregunta: ¿Soy o no soy suficiente? Es la pregunta la incorrecta, me dije. Luego negué la sensación, repitiéndome mentalmente: “ya soy suficiente”.
Más tarde, con más silencio, apareció una nueva verdad: “no soy suficiente, ni insuficiente… simplemente soy”.

Y, tras muchas horas de quietud, comprendí algo más hondo aún: “en realidad, no soy”.

Aunque atravesar todas estas puertas fue liberador y de gran ayuda, aun así, algo dentro de mí seguía sintiendo que no era suficiente.

Decidí entonces llevarlo a terapia. Sentía que llevaba demasiado tiempo repitiendo este ciclo, y que seguramente había algo que no estaba viendo. Y así fue.

Llegó el momento de la rendición.
Mi cuerpo no mentía, y por primera vez lo escuché. Esa sensación incómoda tenía un mensaje claro:
realmente no es suficiente.

No me basta con tener que cumplir con todas las cargas y responsabilidades que he puesto en mis hombros. No me basta con el tener que seguir siendo la persona que ya he sido por tantos años, ni con sostener legados o dogmas familiares y sociales, ni con acumular cosas para sentir control o seguridad.

No deseo resignarme a encontrarle sentido a lo que el sistema dice que lo tiene: que el éxito es tener la agenda llena de asuntos importantes, cumplir metas y objetivos, por nobles y altruistas que puedan llegar a ser, pues esto es mantenerse corriendo detrás de algo que parece nunca llegar.

Y entonces entendí.
Este es el primer arrepentimiento de quienes están a punto de morir: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida fiel a mí misma, no la que otros esperaban de mí.

Quizás morir sin miedo signifique precisamente esto: dejar morir las versiones que ya no somos, para que la vida —la verdadera— pueda, por fin, respirar a través de nosotros.

Si quería vivir fiel a mí, debía mirar dónde se me iba la vida: en la prisa, en el hacer sin alma.

Disfrutando de ella.

Lamento 2: Ojalá no hubiese trabajado tanto

No es suficiente

A pesar de todos los cambios de los últimos años, había levantado muros infranqueables alrededor de mis posibilidades: sobre el lugar que ocupo en mis empresas y en mi familia, sobre la irrelevancia de disfrutar, sobre lo que considero importante… incluso sobre mis propios principios.

Me refiero a los cimientos que me dan forma.
Por primera vez logro mirarme y darme cuenta de que no necesariamente debo sostener aquellas partes que nunca me he atrevido a tocar, esas que conservo por miedo a perder lo que tengo, por miedo a dejarme morir sin saber qué va a nacer.

Por más que hiciera más y más, seguía moviéndome con la vieja mentalidad.
Y por más que creyera estar siendo yo misma, la sabiduría de mi cuerpo insistía: no es suficiente.

Mientras continuara siendo y actuando desde el mismo lugar interno, nada lo sería.
Mi cuerpo solo pedía que abriera los ojos y comprendiera lo evidente: por más argumentos que mi mente diera para justificar esta vida, la verdad estaba en las tensiones, los dolores y los desbalances de mi cuerpo, que seguían gritando que algo no estaba bien.
No me estaba permitiendo ser feliz.

Y no hablo de cambios externos —de nombres, roles o identidades—, sino de algo más esencial: aprender a moverme al ritmo de mi verdadera naturaleza.
Recuperar mi respiración profunda.

Conocer mis estaciones internas, la energía disponible en mí, y el pulso y el impulso que me mueven.  
Hacer menos cosas durante el día y estar bien con ello.
Estar atenta y presente, más que ocupada.

En un momento fue importante demostrarme que soy fuerte y que puedo ir tras mis sueños; saber que soy dueña de una gran determinación y de una voluntad que hace que nada sea imposible.

Hoy esa fuerza inquebrantable muere para darle lugar al balance.

Porque, para mí, el verdadero lujo es la pausa y la calma.     

El ritmo de la vida se ha acelerado mil veces.
El celular, los mensajes, las decisiones constantes.
A menudo estoy haciendo dos o tres cosas a la vez: asuntos del hogar, del trabajo, de mis pasiones…
Y no se trata tanto de qué hago, sino del sabor que cada cosa deja en mí: ¿es prisa o presencia?, ¿es urgencia o plenitud?

Ir lento no es “no hacer nada”.
Ir lento es poder estar con mi cuerpo, con mi atención y mis pensamientos en una sola actividad, sin desear estar en otro lugar, sin pensar en lo que sigue.

Sin pensar en la próxima inhalación antes de haber terminado de exhalar.

He comprendido que no existe en el futuro lo que no puedo darme justo ahora.
No llegaré a una vida soñada si no me permito habitarla desde ya.
No necesito enfermar para detener el ritmo que me agota.

Mi error ha sido compararme: con mi esposo, con mis amigos, con mis familiares.

Mirar cómo avanzan con paso veloz y temer quedarme atrás.

Plantearse un objetivo tras otro e ir acumulando responsabilidades.
Me propuse demostrar que yo también podía con todo, que no necesitaba renunciar a nada.

Y es que para muchas personas este ritmo les puede ser natural.

Pero hoy sé que a veces no soy esa persona de ritmos acelerados y grandes ambiciones.
Esa también es una parte de mí que muere.

Y mientras muere esa mujer incansable, nace una más simple, más presente, más viva.
Una que ya no corre tras el tiempo, porque por fin ha aprendido a respirarlo.

Contemplando un lindo lugar

Renunciar: El dolor de morir a lo que deseo.

No quiero renunciar a mi versión que se levanta a las 4:30 a.m.
No quiero dejar ir a la mujer que va al gimnasio a diario.
Quiero organizar, expandir y llevar a otro nivel mis empresas.
No quiero quedarme fuera de las decisiones relevantes en mi papel de socia.
Quiero seguir participando en los proyectos con mi pareja.
Quiero mantener constantes mis escritos en el blog, los retiros y los círculos de mujeres.
Quiero continuar dando clases de yoga, ser madre amorosa y presente,

Quiero continuar acompañando a mi madre…
Quiero, quiero, quiero. Todo esto quiero, y mucho más.

Aparentemente lo quiero, pero al sostenerlo todo no me siento viva; me siento fuera de mí, corriendo de un lado a otro.

¿Quién es la que desea todo esto?
Genuinamente voy reconociendo que no soy yo.
Cada día, mientras más cosas hago, mientras más me rinde el tiempo, más crece en mí la sensación de que estoy perdiendo vida: tiempo de pausa, de respirar hondo, de sentir.
Más fuerte se hace la sensación de que no es suficiente.

Y ese es mi miedo a morir: no el miedo a la muerte final, sino a la muerte de los mal llamados “mis deseos”.
¿Quién soy si no hago lo que antes hacía?
El demonio que me quiere tener corriendo me susurra:
“Eres una vaga.”
“Eres una mala persona.”
“Tu vida no tiene sentido.”

La palabra clave del Lamento 1 es “valor”: el coraje de morir y renacer para poder cambiar.

Trascender este dilema —quererlo todo— es morir al propósito, morir a la necesidad de tener un sentido, un objetivo o una meta. Es permitirme flotar a la deriva.
He pasado demasiados años enfocada en cumplir expectativas, viviendo hacia el futuro, porque en mi definición interior “tener un propósito” era ir hacia algún lugar, lograr algo, llegar a ser alguien.
Esa forma de pensar me volvió rígida y disciplinada, y aunque amo esa parte de mí y lo que me ha permitido crear, sé que no es toda la verdad de lo que soy.

Para vivir una vida acorde con mi forma de ser he de tener el valor de morir a cada una de mis identidades, y el coraje de volver a nacer en ellas.
Porque, como las olas del mar, mi ser es cambiante: en cada instante deja de ser algo para ser otra cosa.

En una exhalación suelto a la esposa, y en la inhalación nazco como la escritora.
En la siguiente, muero a la escritora, a la empresaria, a la madre, a la hija…
Y sé que cuando vuelvan, en otra inhalación, serán nuevas y prístinas.

Verme así me ha permitido ver a los otros así: permitirles soltar sus nombres y volver a ser, permitirles morir a lo que ya no son y volver a elegirse.

Lo que se viene de aquí en adelante son muertes incesantes:
muerte de legados y lealtades,
muerte a lo que he llamado papá, mamá, abuelos,
muerte a lo que he nombrado esposo, hija, madre, sueños, propósitos.

Nada de lo que soy se ve como había creído o aprendido.
Tendré que atravesar el deseo de hacerlo bien, de ser reconocida, exitosa, buena.

Morir es mi manera de vivir acorde a quien soy.

Morir a los roles no basta si el corazón sigue atado al juicio: era hora de soltar el control.

Jugando a ser otra siendo yo

Puta o loca

Es esta creencia la que aún me habita: el miedo a ser llamada puta o loca.
Pensaba que, si me excedía en la búsqueda del placer, me convertiría en una puta; y que, si me excedía en sentir y expresar mis emociones, corría el riesgo de ser una loca.

Siempre temiendo ser “demasiado”, me coloqué rígidos límites.
Temía que si daba rienda suelta a mis deseos de pausar o descansar sería una vaga.
Tenía miedo de que, si me relajaba y soltaba el control, algo muy malo sucedería.

Creí que satisfacer mis deseos del momento me llevaría por un mal camino, o simplemente no me llevaría a ningún lugar.
Pensé que, si no me imponía disciplina, no haría ejercicio, no comería sano ni moderado, no podría culminar una sola de mis metas —fueran del trabajo, creativas o de servicio—.

Mi fe estaba en el control.
Me sentía muy segura de mí misma en mi fuerza y en mi disciplina, una cualidad exaltada en mi familia.
Admiraba esa identidad en mí y en otros, y creía que la vida se trataba, ante todo, de seguir avanzando, de lograr algo.

Ahora quiero quitarme de encima esta desconfianza en mis impulsos, en mis arrebatos, en mi sentir.
He comprobado que entregarme por completo a ellos me hace sentir que SOY.
Mis días se llenan de alegría, de bendiciones, de milagros, de certeza…
y, asombrosamente, mis objetivos están cada vez más cerca.

He corroborado que son más los días en que deseo ejercitarme, comer sano, cuidar de mi madre, gestionar mis objetivos como empresaria, escribir…
que los momentos en que deseo parar, dormir, caminar sin rumbo, bailar, comer dulces.

Atender al pulso y al impulso de mi animal interior —al de mi corazón y al de mi conciencia— es ser yo.
Y no existe ninguna otra razón para esta vida que esa: vivir siendo yo, y morir sin lamentos.

Tal vez el equilibrio no está en domar a la mujer salvaje, sino en permitirle correr libre dentro de mí, sabiendo que es ella quien me mantiene viva.

Y para soltar, tuve que atreverme a sentirlo todo.

Sitiendo la magia del amor que él me inspíra
Lamento 3: Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis sentimientos

Corazón de hielo

El miedo a sentir congela mis palabras y mis expresiones de cariño.
Temo ser rechazada, y ese miedo me contiene al momento de expresarme con honestidad.

La cuestión es quitar el tapón y dejar que fluya: mostrar lo que siento por dentro.
Si tengo miedo, enojo o tristeza; si tengo amor, ternura, excitación o alegría.
Se trata de no dejar esas emociones estancadas, sino permitirles ser.

Con algunas personas, el reto es dejar salir mi lado más amargo;
con otras, mi lado más dulce.
En ocasiones temo ser lastimada, y en otras, lastimar.

A veces esas emociones están tan ocultas en mi pecho que ni siquiera yo sé de qué se tratan.
Entonces, ¿cómo expresarlas a otros?

Cuando me reprimo —cuando no quiero sentir por miedo a sentir demasiado, cuando creo que este sentimiento “no es normal” o que “no debería estar en mí”— es cuando todo se sale de proporción.
Ese miedo me impide entregarme, dejarme llevar, dejarme inundar por las sensaciones.
Y es justo entonces cuando mis emociones me causan sufrimiento.

He comprobado que hay una sensación de sosiego cuando me abandono a ser la tristeza, el enojo, la envidia… No a tenerla sino a serla de lleno.
Como olas, estas emociones me inundan y luego se van.
Se van cuando las siento y las muestro como parte de lo que soy, cuando las expreso.

Se requiere coraje para ser vulnerable y expresar nuestros sentimientos, porque no siempre la respuesta a esta valentía nos agrada.
También necesitamos compasión, amor y sabiduría para sernos fieles a nosotros mismos y expresarnos en autenticidad, expresarnos
a pesar de que las personas puedan irse de nuestro lado,
a pesar de creer que perdemos nuestra reputación,
a pesar de pensar que cedemos poder.

Pero de eso se trata: vivir sin miedo a sentir y morir sabiendo que tuve el coraje de expresar lo que sentía.

Morir teniendo claro que nadie afuera es responsable de lo que sentimos,
pero que eso no nos quita el derecho de mostrarnos como somos por dentro.
Morir sabiendo que no somos las víctimas,
y que vivimos con el poder de expresar lo que sentimos sin culpar a otros.

Morir y haber dicho:

“Debo alejarme de ti.”
“Siento paz y alegría cuando estoy contigo. ¿Podemos pasar más tiempo juntos?”
“Te amo.”
“Me perdono.”
“Apóyame.”

Sentir no me debilita; me devuelve a mí.
Y cuando me permito sentirlo todo, el hielo se derrite
y mi corazón vuelve a latir al ritmo de la vida.

Cuando el corazón se abre, busca casa en otros corazones.

Riendo en buena compañía

Lamento 4: Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis amigos

Queridas amigas…

Durante mucho tiempo, en mi definición de éxito, propósito o bienestar, nunca aparecieron ustedes.
No las incluí entre mis metas ni en mis planes de futuro.
Con los años comprendí el valor sagrado de nuestra amistad,
y cada conversación, cada encuentro, se transformó en un regalo,
un pequeño milagro cotidiano.

Me descubría pensando una y otra vez
que deseaba tener más tiempo para estar con ustedes.
Anhelaba que nuestra amistad fuera profundamente honesta,
deliciosa y amorosa.
Y entendí —por fin— que para crear el vínculo que tanto soñaba
necesitaba algo tan simple como más momentos juntas.

Así que me he ido muriendo, poco a poco,
a mi vieja creencia de no tener tiempo,
y las busco.
Nos damos citas.
Organizamos encuentros sencillos y maravillosos.
Ya no quiero reservarme la felicidad para después.

He descubierto que la base de la alegría que hoy conozco
es pertenecer a una comunidad de personas amorosas, vulnerables, divertidas y bondadosas.
Mis guías espirituales lo repetían sin descanso:
“La Sangha es esencial.”
Y los libros lo decían también:
somos el reflejo de las almas con las que compartimos la vida.

Comprendí entonces que vivir no se trata de avanzar sola.
Que para darle a mi niña interior esas amistades que siempre soñó —
divertidas, honestas, amorosas—
debía darles un lugar real en mi vida,
el espacio que merecen.

Para alcanzar esa conexión profunda que anhelo,
tuve que atreverme a hacer las cosas de otro modo.
No bastaban las horas dispersas ni los encuentros de siempre.
Así que busqué, propuse, compartí, abrí mi corazón.
Y de ese deseo nació la semilla de los círculos de mujeres.

Hoy sé que no me quiero morir sin haber pertenecido a una Sangha,
a una tribu, a una comunidad,
como sea que se llame.
Un lugar donde los corazones se reconocen
y el alma puede descansar.

La amistad también es un acto de fe:
creer que hay almas con las que vale la pena caminar despacio.

Y en esa casa compartida, la alegría dejó de ser promesa para volverse presente.

Alegría 

Lamento 5: Ojalá me hubiese permitido ser feliz    

Me bajo de este destino.

Han sido sutiles los cambios que han ido surgiendo, y aunque han sido pocos los días o semanas en los que he logrado vivir acorde a mi animal interno —a mi mujer salvaje—, no han hecho falta más para corroborar que ese es mi destino: la lentitud.
Hacia allí quiero vivir.

La señal más contundente es que la sensación de no ser suficiente se ha ido desvaneciendo.
Y la otra, totalmente inesperada, es este nuevo sentimiento de nostalgia por la muerte.

Pienso en mi padre y lloro.
Pienso en la delicada salud de mi madre y lloro.
Pienso en mi propia muerte y lloro.
Una dulce tristeza inundada de amor.

Estoy recordando algo que había perdido por años: la alegría inconmensurable de estar viva.
Durante tanto tiempo había estado deshonrando el regalo de mi vida.

Esta nueva vida no es, en absoluto, un valle de lágrimas.
Es una llanura de delicias.
Y por primera vez lloro por la pérdida de la vida de mi amado padre —por lo que no alcanzó a descubrir y sentir—.
Durante años lloré por su abandono, por dejarme en esta historia triste, en este mundo absurdo, porque ya no podía abrazarlo ni besarlo.
Pero estas lágrimas son distintas.

Son por la deliciosa vida que le quedó por saborear.

Así que ahora lo sé con claridad: quiero ser feliz ya mismo.
No quiero morir antes de haber vivido lento.
Antes de haber descansado.
Antes de haber respirado muy profundo.
Antes de haberme retirado en silencio y en soledad.
Antes de haber dado muchos paseos sin destino.
De contemplar el mismo árbol desde mi ventana.
De pasar horas leyendo, horas escribiendo.
De mirar a mis hijos dormir profundamente.

Abandono mi carrera por demostrar todo lo que puedo hacer y lograr.
Muero a la necesidad de crear, crecer, avanzar.
Y abrazo mis ganas de parar y respirar.

¿Y acaso nunca más voy a ir por más, por nuevos objetivos y proyectos?
¡Claro que sí!
Pero definitivamente desde otro lugar.
Abandonando los ritmos que aprendí en mi infancia y que el mundo ha intensificado con su inmediatez tecnológica.
Voy a ir por ello, pero desde otro nivel de conciencia.

Ser feliz ya no es un destino: es la manera en que camino.
Y este paso lento, agradecido, es mi manera de honrar la vida que aún me habita.

Entonces entendí: la vida pide rito. Y bendije este camino con palabras.

Espacios para compartir


No sabes de lo que te pierdes
Disfrutando de él

No sabes de lo que te pierdes
hasta que lo vives
y lo mueres.

Te amo
y te deseo que mueras
a tus viejas identidades.

Te deseo que renazcas
y te sientas irreconocible.
Que vuelvas a conocerte,
que descubras placeres inconcebibles,
alegrías insospechadas para ti,
éxtasis más allá
de tu ingenua mirada de lo posible.

Que sepas que el sosiego
que antes veías como utopía
es real.

Deseo que mueras
a todo lo que pensaste
que era posible para ti,
y que renazcas
a una nueva realidad
de sensaciones olvidadas.

Que vuelvas a definir tus palabras:
caricia, orgasmo, ternura, paz, amistad, salud…

Que mueras a tus nombres
y a tus historias,
y que renazcas en nuevos nombres
e historias,
solo para volver a morir en ellas.

Y que renazcas libre de ataduras.

Que mueras en el misterio
y renazcas en el misterio.

Y que ames morir,
porque no he encontrado
otra forma
de amar vivir.

Una ceremonia con honguitos donde morí cientos de veces
 y fue mi inspiración para este escrito. 


 

 

 

 

 

Comentarios

  1. Que hermoso escrito muchas gracias por compartir.

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  2. Morir no es el fin, es el inicio de una verdad más profunda. Cada renacer nos devuelve al centro, más libres, más nosotros.

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  3. Leerte es sentir la verdad del alma desnuda. Gracias por recordarme que morir también es amar… y que en cada renacer, te vuelvo a encontrar.
    Hernán

    ResponderBorrar

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